En el marco de los 120 años de inmigración japonesa al Perú, me gustaría hacer una pequeña reflexión personal inspirada en la historia de inmigración de mi bisabuela, que para mí es una enorme fuente de admiración como persona y como mujer. Su historia seguramente se asemeja a la de muchas más, y dado que pocas veces tiene oportunidad de ser contada, aprovecharé ahora que se cumplen 120 años desde que el Sakura Maru desembarcó en el Callao.
Mi bisabuela, Yoshino Sakurai, era oriunda de un pueblito insignificante en las montañas llamado Ojiya, en Niigata. Habiendo nacido en plena restauración Meiji, los aires del cambio entre lo tradicional y lo moderno de alguna u otra manera la moldearon como una mujer muy adelantada a su tiempo. No sólo se atrevía deliberadamente a realizar actividades tradicionalmente masculinas, como esquiar, sino que además contaba con educación superior. De hecho, estudió en un instituto para mujeres en Nagaoka, que actualmente es una sucursal de la Universidad de Niigata. Estudió para ser educadora.
¿Por qué inmigró? Su familia tenía un onsen en Ojiya, por lo que realmente podía decir que tenía una vida feliz en Japón, a diferencia de muchos de los inmigrantes que se vieron obligados a dejar sus tierras en busca de una mejor vida. ¿Por qué irse, entonces? En esas épocas existía algo llamado yobiyose o migración por llamado. Un hombre llamado Shohei Hoshi, oriundo de Niigata y ahora residente en Perú, buscaba esposa, y dado que aparentemente la familia Sakurai tenía una deuda de honor con la familia Hoshi, mandaron a su hija a casarse con él.
Viendo en retrospectiva, puedo imaginarme el dolor y el horror de casarse con un hombre completamente desconocido, al otro lado del océano, en un país que no conocía, donde hablaban una lengua que no manejaba. Estaba dejando atrás a su familia, amigos, sueños y todas sus costumbres porque a un hombre en otro continente se le dio la gana, y lo peor de todo era que tenía que obedecer porque era mujer, y su propósito en la vida era casarse y darle honor a su familia. Declinar aquella oportunidad era ir en contra de todo aquello que le habían inculcado. Así fue como llegó a Lima en 1912, cuando tenía 21 años, casi mi edad. Para mí, es solo motivo de horror pensar que esa persona pude haber sido yo. Tuvo que sacrificar muchas cosas, incluida su propia identidad. Ya no era más Yoshino. Le asignaron el nombre de Leonor.
Las mujeres, sin embargo, a lo largo de la historia hemos encontrado formas de salirnos con la nuestra bajo una fachada de dominio masculino. Esto no fue una excepción. Juntos abrieron la escuela Hoshi (星学園) para inmigrantes e hijos de inmigrantes, donde ella ejercía como maestra. Fue, de hecho, una de las primeras escuelas preocupadas en brindar formación japonesa a aquellos que se encontraban lejos de su patria, hasta el punto de que incluso muchas veces daban el servicio de forma gratuita ante la situación paupérrima de muchos inmigrantes. Hoy en día aún se pueden encontrar sus instalaciones en la galería Mercado Central, cerca de Mesa Redonda.
Al poco tiempo quedó viuda, con diez hijos, y un colegio entero que sostener. Asumió entonces como directora (si es que no lo era ya antes, pero ese detalle desafortunadamente lo desconozco), y pronto se puso manos a la obra para sacar adelante a todos sus hijos. Era una mujer extranjera trabajando sola en un mundo esencialmente masculino y desconocido. No sé cómo, pero lo logró. Incluso fue reconocida por el Gobierno de Japón en 1939 por su trabajo y servicio a la colonia en Perú.
Lamentablemente, el colegio cerró por las mismas épocas ante las tensiones de la guerra, y al tiempo ella fue deportada e intercambiada por soldados norteamericanos por ser considerada una japonesa demasiado influyente. Para cuando retornó de los horrores de los campos en Texas y los bombardeos en Japón, ya las cosas funcionaban muy diferente en todo el mundo. Se dedicó a descansar, sin embargo, observando los frutos de tantos años de trabajo y servicio incansable hasta su muerte en los años 60.
感謝 (jap. 'kansha', 'gratitud') creo que es la mejor palabra para describir la amalgama de sentimientos que me produce su historia. Creo que todo descendiente de japonés podría sentir eso, porque en cada historia personal está esa tenacidad por aferrarse a la vida y salir adelante a base de valores y trabajo honrado, a pesar de las terribles circunstancias que a cada uno le tocó vivir. Lo que somos y donde estamos ahora es resultado de un trabajo arduo, a veces hasta con uñas y garras, de personas que llegaron a un país ajeno con lo que tenían puesto.
A mí, en lo personal, siempre me costó conectar con mi pasado japonés. Me veo al espejo y no tengo casi ni un rasgo, hablo español, y mi apellido japonés es el materno. No obstante, conocer la historia de mi bisabuela hace que todo eso tenga un nuevo significado para mí, en lo que respecta a quién soy, de dónde vengo y quién quiero ser como mujer y como persona.
Ahora que se cumplen 120 años desde que llegaron los primeros japoneses al Perú (que a todo esto, eran en su mayoría de Niigata), creo que es un buen momento para reflexionar acerca de cómo nuestro pasado ha configurado nuestro presente, y agradecer por todo eso. Finalmente, también es parte de nuestra identidad. Es un poco (muy) difícil decir qué es ser nikkei, pero podría afirmar con toda seguridad que el kimochi que se comparte es lo que nos ha hecho fuertes como colectividad, de la misma manera en que lo fue para nuestros antepasados en la lucha por salir adelante.
A mi bisabuela la llamaron 海を渡った女先生 ('La profesora que cruzó el océano') en un artículo de periódico de Niigata en 1999, en conmemoración por el centenario de la inmigración de japoneses en el Perú. Espero que, si mi bisabuela viese lo que ha sido de su descendencia desde donde sea que esté, se sienta orgullosa de lo que ella misma se encargó de cultivar con su ejemplo y tenacidad.
どうもありがとうございます!