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Nos faltan historias

Foto de: "La Memoria del ojo. Cien años de presencia japonesa en el Perú", libro de José Watanabe y Amelia Morimoto (Lima, 1999) .

Cuando retornaban a su pueblo, Maida, los italianos que habían migrado a Estados Unidos eran recibidos como emisarios de un mundo nuevo, distinto, moderno, lleno de oportunidades, pruebas vivientes de que afuera había futuro, otra vida, otros aires. Eran los audaces que habían elegido prosperar en el extranjero o naufragar en el intento, en vez de languidecer en su terruño.

El dinero que remesaban a sus familias dinamizaba la economía local. Las familias que tenían parientes en América vivían mejor que las demás. Las mujeres de los inmigrantes eran llamadas “viudas blancas”. 

Todo esto lo descubrí leyendo Los hijos, obra en la que Gay Talese narra la historia de sus ancestros, sobre todo la de su padre Joseph, un sastre italiano que migró a los Estados Unidos a principios de la década de 1920.

“Muy pocas de esas mujeres, que llevaban mucho tiempo privadas de sus maridos, parecían sufrir pena o depresión. Y aunque esporádicamente pudieran sentirse en privado más semejantes a una viuda, en público irradiaban alegría y seguridad”, dice Talese, refiriéndose a las “viudas blancas”.

Me pregunto si en Japón las esposas de los inmigrantes en el Perú eran como las viudas blancas. ¿Las familias de éstos vivían mejor que el resto gracias a las remesas? ¿Los inmigrantes eran vistos como aventureros que se habían atrevido a cruzar el océano para forjarse un destino diferente? ¿Eran admirados? ¿Quizá envidiados?

Mientras leía la monumental obra de Talese, llena de extraordinarias historias de gente común, pensaba en las extraordinarias historias de inmigrantes japoneses en el Perú que no conocemos. De los miles de japoneses que llegaron al Perú, ¿cuántos habrán llevado diarios? ¿Dónde estarán? ¿Cuántas grandes historias habría en ellos?

Cuando pienso en las mujeres que al arribar al Perú descubrieron que los hombres que las esperaban en el puerto y con los que tendrían que pasar el resto de sus vidas (porque así era el matrimonio en aquellos tiempos, te casabas para siempre aunque fuera un enlace arreglado), no se asemejaban a esos hombres atildados y apuestos que aparecían en las fotos que les habían enviado y con los que estaban casadas, imagino su desilusión, su tristeza y, finalmente, su resignación.

Presumo que algunas volcaban sus sentimientos en un diario, escribiendo en él lo que no se atrevían a decirle a nadie por pudor. Y pese a la frustración o pena que sintieron al comienzo, al final lograron establecerse en el Perú, formar familia y quizá ser felices. ¡Cuántas historias! ¿no?

Pienso en la historia de la inmigración japonesa al Perú y prefiero no pensar en fechas o generalizaciones que convierten a los individuos en parte indistinguible de una masa (los japoneses trabajaron mucho, legaron valores a sus hijos, etc.), sino en seres únicos e irrepetibles, con voz, rostro y sentimientos propios.

Joseph Talese está casado con una ítalo norteamericana, tiene dos hijos nacidos en Estados Unidos y maneja una sastrería que permite a la familia llevar una vida cómoda. No es rico, pero sí un inmigrante exitoso y un ciudadano modélico en la pequeña ciudad donde reside, hasta que estalla la Segunda Guerra Mundial y su corazón se parte en dos: un pedazo se lo lleva Italia, su patria y la de sus ancestros, la tierra donde viven su madre y sus hermanos, y el otro le pertenece a Estados Unidos, la patria de su esposa e hijos, la tierra prometida en la que soñó vivir desde que era niño, su sueño cumplido.

Leía su historia y pensaba en cuánto me gustaría leer una historia similar de un inmigrante japonés en el Perú. Los japoneses sufrieron mucho más que Joseph Talese (a él no le quitaron nada ni lo deportaron) durante la guerra, pero no tenemos historias individuales, sólo cifras, fechas o datos que engloban a todos, sin particularizar, como si todos los dramas fuesen iguales, como si cada persona no fuera un mundo que merece su propio relato. No digo que los datos carezcan de importancia, en absoluto, pero prefiero las emociones.

Pienso en el anciano que migró al Perú cuando tenía 15 años y que casi ochenta años después recordaba con nitidez su partida de Japón. Subió al barco con su padre, pero cuando sonó el gong que avisaba a la gente que había subido para despedirse que tenía que marcharse, el entonces adolescente se percató de que su papá se había ido: “Seguro que no quería despedirse por la tristeza que tenía de mandar (al Perú) a su hijo de 15 años. Llamé ‘tochan, tochan’, pero ya no estaba. Esa fue la despedida”.

Casi toda la información que he leído sobre los viajes de los inmigrantes japoneses al Perú (cuándo llegaron, cómo se llamaba el barco, cuántos pasajeros transportaba, de qué prefectura eran, etc.) se me ha borrado de la memoria. Sin embargo, siempre recuerdo la despedida de ese chico de 15 años. Me imagino la fuerte lluvia (porque ese día llovió), el sonido del gong, el desconcierto del adolescente al descubrirse solo, la pena del padre que se escabulle para evitar un doloroso adiós, el barco que se aleja del puerto de Yokohama, al papá en tierra que contempla cómo el horizonte se traga el barco que se lleva para siempre a su hijo, el hijo que empieza una nueva vida.

 

© Enrique Higa

italo-estadounidenses japoneses Perú Estados Unidos
Acerca del Autor

Enrique Higa es peruano sansei (tercera generación o nieto de japoneses), periodista y corresponsal en Lima de International Press, semanario que se publica en Japón en idioma español.

Última actualización en agosto de 2009

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