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Shigueko Unten, la chodewa de todos

Shigueko Unten goza de una vida plena de afectos (foto Enrique Higa).

Lo primero que sorprende de Shigueko Unten es que no aparenta ni por asomo sus 93 años, casi 94. Uno le echaría fácil setenta y tantos. Además, camina erguida e irradia vivacidad.

“Me han hecho cantar bastante”, dice. Acaba de volver a su casa después de pasar el día en el Centro Ryoichi Jinnai, un espacio de recreación para nikkei de la tercera edad en el Centro Cultural Peruano Japonés.

Vive sola, pero no se siente sola. Tiene muchas amigas.

Su memoria está intacta. Indagar sobre su pasado es como preguntarle algo a ChatGPT: responde al instante, sin titubear.

Gracias a la nitidez de sus recuerdos, es posible rescatar retazos de su vida, algunos de los cuales se remontan a la Okinawa de la década de 1940.


OKINAWA, TIEMPOS DE GUERRA

Shigueko Unten, hija de una pareja de okinawenses, nació en Perú. Eran nueve hermanos.

La niña Shigueko (la tercera desde la izquierda), con tres de sus hermanos y —en el extremo derecho— la que después se convertiría en su cuñada (archivo personal).

Estudió en Lima Nikko, el colegio más grande de la colonia japonesa en el país (tenía unos 1.800 alumnos). “No sé por qué mi papá me matriculó allí”, dice la obaachan.

En Lima Nikko había pocos uchinanchus, explica. La mayoría de ellos estaba en otra escuela, Hoshi Gakuen.

Tenía 12 años cuando viajó con su madre, entonces enferma, a Okinawa. Shigueko no lo sabía, pero su vida iba a dar un vuelco. Lo que pensó que sería una transitoria estancia en la tierra de sus antepasados se transformó en una crucial etapa de su existencia que duró alrededor de década y media.

Su mamá, ya repuesta, la dejó al cuidado de un tío (hermano del papá de Shigueko) y viajó sola a Perú.

“Okinawa era inaka”, recuerda la obaachan. Había mucha pobreza. Vivía muy cerca del mar y en su escuela usaban la arena de la playa para escribir porque no había materiales de enseñanza.

Los okinawenses andaban descalzos. Ella subía y bajaba cerros a pie pelado, a veces en medio de las lluvias. Todas las distancias se cubrían caminando.  

Comían puro camote. Shigueko solía cargar canastas llenas del tubérculo sobre su cabeza. “Por eso estoy enana”, bromea. El arroz era para la “gente millonaria”.

No tenían luz eléctrica en casa. La iluminación procedía del querosene, cuyo uso se racionaba para no gastar mucho.

La Segunda Guerra Mundial impidió que Shigueko culminara sus estudios. La prioridad era defender a Okinawa de Estados Unidos.

A los estudiantes, recuerda, les ordenaban cavar hoyos en la tierra para que en ellos se hundieran los soldados estadounidenses.

Asimismo, los preparaban para atravesar con palos de bambú a los enemigos que descendían en paracaídas. Hoy se ríe de ese pueril plan.

Derrotada Okinawa, las familias se refugiaban en cuevas para no caer en manos de los soldados estadounidenses.

Cuando creían que una cueva ya no era segura (o les advertían de ello) iban a otra. Se movían por las noches.

Las precipitadas mudanzas finalizaron cuando un día escucharon que un soldado estadounidense nisei que hablaba japonés les dijo: “Si no salen (de la cueva), vamos a tirar bomba”.

“Nadie quería salir”, relata Shigueko, que entonces tenía 16 años. “No importa, acá nomás morimos”, pensaban.

Estaban resignados a la fatalidad, pero por suerte los estadounidenses insistieron para que abandonaran su escondrijo. “De tanto que hablaban yo he salido con las manos levantadas”, rememora.

Los enemigos no la mataron. Tampoco a los que como ella salieron de la cueva. No era verdad que los norteamericanos ejecutaban a los civiles que se rendían, como creían muchos okinawenses.

“Bastante he sufrido”, dice acerca de esa etapa de su vida signada por la indigencia y la guerra. Pero lo hace sin cargar las tintas, lejos de victimizarse, como quien simplemente comunica un hecho.

“Cuando hablo de guerra, amanece”, sonríe. Quiere decir que podría relatar historias sobre el conflicto bélico con Estados Unidos durante horas y horas.


UNA NUEVA TRAVESÍA
 

Cuando terminó la IIGM, no había tiempo para el odio o el rencor. Era un desperdicio de energía. Solo había espacio para la supervivencia. Y para sobrevivir los estadounidenses eran indispensables.

Shigueko encontró trabajo en la casa de una familia formada por un oficial norteamericano, su esposa y el bebé de la pareja. Cuidaba al akachan, cocina, lavaba.

Dice que tuvo suerte. Le tocó una buena familia (a otros okinawenses les fue mal con sus empleadores estadounidenses) y ganaba un estimable salario.

Estuvo siete años con ellos, hasta que se casó con un okinawense que también trabajaba para Estados Unidos.

Fue dos veces madre en Okinawa. No eran ricos ni mucho menos, pero la pobreza había quedado atrás. Tenían la vida asegurada.

“En Okinawa no nos faltaba nada, no sufríamos nada por plata; el domingo íbamos a comer en la calle porque bien trabajador era”, dice en alusión a su esposo.

Y fue su cónyuge el impulsor del segundo vuelco en la vida de la obaachan. Sin él, ella probablemente se habría quedado para siempre en Uchina.

Su esposo tuvo la idea de migrar a Perú. Y no por él, pues no tenía familia allí, sino por Shigueko, que aún contaba con su mamá y sus hermanos (su papá ya había muerto).

Así las cosas, Shigueko, su esposo, su hija de 4 años y su bebé de ocho meses zarparon en un barco en un viaje a Sudamérica que duró 52 días. Pero no llegaron a Perú, sino a Brasil.

Su familia de nacionalidad japonesa no podía entrar a Perú por una política discriminatoria del gobierno peruano.

Brasil, donde Shigueko tenía una tía que los acogió, fue un destino temporal para los Unten mientras en Perú los hermanos de ella arreglaban los papeles necesarios para que todos pudieran ingresar al país.

Con todo finiquitado, la familia logró por fin instalarse en Perú. Pero ya no eran cuatro, sino cinco: en Brasil había nacido una niña.

NEGOCIO CON TANOMOSHI 

“Me daba pena por él”, dice Shigueko sobre su esposo, en referencia a su desconocimiento total del español cuando recién llegaron a Perú.

Sin embargo, tuvieron el apoyo de la mamá y los hermanos de la obaachan, y con el dinero que sacaron de un tanomoshi adquirieron una juguería en traspaso. Fue ese el negocio que permitió a los Unten salir adelante y criar a sus hijos. Más adelante poseyeron un restaurante.

Las décadas se sucedieron y los chicos crecieron y formaron sus propias familias.

La vida parecía resuelta para Shigueko, pero a los 61 años, ya viuda y a una edad próxima a la jubilación y al sereno disfrute de la vejez, sorprendió con un golpe de timón.

Shigueko (fila del medio, la tercera desde la izquierda), cuando trabajaba en un hotel en Shizuoka (archivo personal).

Viajó a Japón, pero no para hacer turismo o visitar a un pariente, sino para trabajar. Fue dekasegi durante tres años, laborando en la cocina de un hotel en Shizuoka ken, donde preparaba tsukemono, entre otras cosas.

TROME EN GATEBALL

Ahora es el tiempo del goce para Shigueko. La pobreza y la guerra en Okinawa, el sometimiento que acarrea un negocio propio en Perú y el duro trabajo en Japón son agua pasada.

Su vida hoy son, por ejemplo, los jueves con sus amigas en el Centro Jinnai. Cuando se le pregunta qué es lo que más le gusta hacer allí, responde de inmediato: “Bailar”. Luego añade: “Todo me gusta bailar”. Y remata: “Me gusta cantar”.

El gateball, una de sus pasiones (archivo personal).

El gateball es otra de sus pasiones. Y no como mero entretenimiento. Casi 40 medallas decoran una de las paredes de su casa, palmaria evidencia de sus méritos deportivos. “En gateball somos tromes”, se jacta con fundamento sobre su equipo. Ha competido hasta en Hawái. Ahora es kantoku.

Le gusta tanto este deporte que cuando tenía su restaurante lo practicaba con una escoba y un limón.

La plática oscila libremente entre el pasado y el presente cuando de repente la obaachan sonríe y dice: “Yo nomás soy peruana”. Se refiere a su familia nuclear. Recapitulando, es cierto: su esposo y sus dos hijos mayores son okinawenses. El quinto miembro, su hija menor, nació en Brasil.

Como ciudadana peruana, expresa su preocupación por la situación del país (“Perú no era así. Perú siempre ha tenido rateros, pero no mataban, ahora matan”).

Sin embargo, se siente más cercana a Okinawa. Cuenta que regresó a la isla alrededor de 30 años después de su migración a Sudamérica. Quedó en shock. La Okinawa inaka de su infancia y juventud había desaparecido. “Me asusté, cómo ha cambiado. La pobreza que estaba en mi tiempo ya no había”, dice.

Desde entonces la visita más o menos cada diez años.

Tiene una hija en Tochigi ken que quiere que se mude a Japón. La obaachan duda: “A veces quiero ir, a veces no”. Dejar Perú implicaría no ver más a sus amigas —ni charlar, ni divertirse, ni tomar lonche, ni salir de paseo, ni cantar, ni bailar con ellas— de Jinnai y gateball. Tampoco podría ir a nadar a la AELU. Ni hacer radio taiso. Como para pensarlo.

En Aichi ken reside un hijo (el segundo), que todos los años viaja a Lima para ver y cuidar a su mamá durante una temporada. Su otra hija, la mayor, vive en Perú.  

HERMANITA UCHINANCHU

La obaachan se coge con los dedos un michelín en la cintura y comenta que parece una sumotori. Luego se toca el brazo y dice: “Todo está colgado”. Acto seguido añade: “Después de corona estoy ronca”.

Tras enumerar en clave de humor los estragos causados por la vejez y la pandemia, matiza: “Menos mal de oído estoy bien”.

Quizá el buen ánimo y la alegría expliquen en gran medida no solo que haya llegado a una edad provecta, sino cómo: sana, entera, con el espíritu al tope.

Su longevidad también encuentra eco en los genes. Su madre vivió más de 90 años. “Parte de mi mamá, larga vida tienen. Pero parte de mi papá, 60 (años) no más se mueren”, señala.

Cuando se le pregunta cuál es la receta para vivir tanto (y bien), se ríe. “Amiguera soy, bien amiguera”, afirma. “Bastante me quieren. Yo no tengo nombre, a mí me dicen ‘chodewa’ (‘hermanita’ en okinawago). Hasta Naichi no hito que juega gateball me dice: ‘Hola, chodewa, ¿cómo estás?’”, agrega.

“Todos me quieren, eso es lo principal”, redondea.

 

© 2023 Enrique Higa

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Acerca del Autor

Enrique Higa es peruano sansei (tercera generación o nieto de japoneses), periodista y corresponsal en Lima de International Press, semanario que se publica en Japón en idioma español.

Última actualización en agosto de 2009

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