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Juana Miyashiro: sensei y emprendedora

Juana Miyashiro, con alumnos de la escuela Chacra Cerro. (Foto: archivo personal)  

Su primer alumno fue su madre, una inmigrante okinawense. Cuando era una estudiante de secundaria, Juana Miyashiro descubrió que su mamá no podía leer caracteres latinos y se convirtió en su alfabetizadora.

Era la década de 1950, aún subsistían rescoldos de la guerra y el gobierno peruano vetaba la entrada de inmigrantes japoneses. Sin embargo, sus parientes en Perú habían encontrado la manera de sacarle la vuelta a la xenofobia: hacerlos ingresar subrepticiamente a través de Bolivia.

Esos japoneses recién llegados a Perú de manera clandestina fueron los siguientes alumnos de español de la adolescente Juana. Así, poco a poco, su casa se fue transformando en una especie de escuelita.

Con esos antecedentes, que al concluir la secundaria decidiera estudiar educación estaba cantado. Lo hizo en la Universidad Católica, desafiando a sus padres, que querían que eligiera farmacia, una carrera en boga entonces y que ofrecía la posibilidad de tener un negocio propio.

PROFESORA DE HIJOS DE KACHIGUMI

Obedecer a su corazón fue una decisión sabia. Alrededor de seis décadas de carrera docente la avalan. Pero tanto o más que los números, la respaldan el reconocimiento y la gratitud de la multitud de estudiantes que formó desde la década de 1960 hasta la de 2020.

Hace poco se reencontró con una artista afincada en Australia, exalumna, que visitó Lima. Menciona, también, a un expresidente de la Asociación Peruano Japonesa que la saludó con afecto durante un evento y que le hizo recordar que ella había sido su sensei.

Fueron tantas las personas que moldeó, imposible acordarse de todas. Pero lo que se mantiene incólume, blindado contra la erosión de los recuerdos, es el sentimiento de orgullo cada vez que un exestudiante le expresa su cariño. “Valió la pena”, piensa.

Valió la pena el arduo esfuerzo de educar, un apostolado que significó sacrificar tiempo con la familia, hacer acopio de infinita paciencia para atender a un enjambre de niños, armarse de tenacidad para no sucumbir ante los problemas que se sucedían sin pausa, darse cuenta de que casi tan importante como enseñar es gestionar.

Sí, gestionar, porque eso fue lo que Juana Miyashiro comenzó a hacer desde muy joven, recién egresada de la universidad. Ha sido tanto profesora como emprendedora educativa. 

Su primer destino laboral fue el distrito de Puente Piedra, donde unas religiosas españolas abrieron un colegio. Ella, además de tener a su cargo un aula, se encargaba de realizar todas las gestiones burocráticas necesarias para la apertura y funcionamiento de la escuela.

También iba de casa en casa, tocando puertas en busca de alumnos para el nuevo colegio. Fue así que conoció a familias de origen japonés que vivían en la zona.

La joven Juana descubrió entre los issei a varios kachigumi, japoneses que negaban la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial y albergaban la esperanza de retornar a su patria.

Los kachigumi se oponían a que sus hijos nisei formaran parte del sistema educativo peruano. “Si vamos a regresar a Japón, ¿para qué van a estudiar en Perú?”, decían.

La sensei intentaba convencerlos de que les permitieran estudiar, pero era difícil. Sin embargo, no se rindió. Aprovechando que los chicos iban solos al mercado los sábados y domingos a vender verduras, ella los llamaba para darles clases a escondidas en una casa que la congregación religiosa tenía en Puente Piedra.

Mientras los kachigumi eran reacios a la integración de sus hijos a la sociedad peruana, los padres de Juana, como la inmensa mayoría de issei que aceptaban la derrota de su país y habían decidido echar raíces de forma definitiva en Perú, querían que sus niños se formaran como ciudadanos peruanos.

Lo malo de eso fue que se interrumpió la transmisión del idioma japonés a los hijos. A Juana Miyashiro, criada durante la posguerra, sus padres no le hablaban en nihongo, así que no lo aprendió, a diferencia de sus hermanos mayores, nacidos antes de la guerra.

El japonés quedó proscrito en su casa y el español tomó el relevo como idioma dominante. Su mamá era estricta con ella, quería que su hija se expresara en un castellano impecable, sin acento japonés, que pronunciara bien la “r”, y supervisaba que no cometiera errores de concordancia o género cuando hablaba. 

“HIDEYO NOGUCHI TIENE QUE SER EL NOMBRE DEL COLEGIO”

Gracias a su trabajo en Puente Piedra, la sensei conoció a muchas familias japonesas de la urbanización Chacra Cerro, situada en el vecino distrito de Comas. Todos los días los padres hacían largos viajes para llevar y traer a sus hijos entre el colegio y sus casas.

Un día la invitaron a Chacra Cerro, donde había una cooperativa que agrupaba a los agricultores japoneses y que, además, tenía un local disponible. “¿Por qué no hacen un colegio?”, les sugirió a los issei de la zona. Así, ya no tendrían que realizar extensos desplazamientos para que sus hijos recibieran una educación formal.

Los padres le preguntaron si ella podía ayudarlos con las gestiones para crear una escuela.

Con la experiencia ganada en la fundación del centro educativo de las religiosas españolas, Juana Miyashiro se embarcó en un nuevo emprendimiento que la llevó a ser fundadora y directora del colegio Chacra Cerro.

Era mediados de la década de 1960 y la escuela abrió sus puertas con varias decenas de alumnos nikkei. La difusión de la cultura japonesa fue uno de sus pilares, un asunto capital para la sensei; era un desafío personal, pues en su casa se había cortado la transmisión del nihongo por culpa de la guerra.

Colegio Chacra Cerro, cuando se fundó en 1965. Juana Miyashiro aparece al fondo, en el medio. (Foto: archivo personal)  

Dirigió el colegio Chacra Cerro durante más de 20 años, hasta que cerró a fines de la década de 1980, una de las peores épocas de la historia de Perú, marcada a fuego por el terrorismo y la crisis económica.

El país parecía un erial en el que era imposible que creciera nada (salvo las plagas que lo azotaban). Juana Miyashiro, sin embargo, no bajó los brazos. La realidad desaconsejaba lanzarse al ruedo, pero ella, en medio de la tormenta, salió a navegar otra vez y abrió un nuevo colegio: Hideyo Noguchi.

“Tenía la obligación moral de seguir”, dice. Por los alumnos y las profesoras de Chacra Cerro que sin Hideyo Noguchi se hubieran quedado en el aire, por los padres que la animaron a levantar otra escuela.

Juana Miyashiro, con alumnos de la escuela Chacra Cerro. (Foto: archivo personal)

¿Cómo surgió el nombre?

Un día fue al policlínico Peruano Japonés y vio una foto de Hideyo Noguchi. ¿Quién es ese hombre? ¿Por qué su imagen está allí?, se preguntó.

Buscó datos sobre él, pero no encontró mucho. Supo que Noguchi había estado en Perú y Ecuador, y un amigo que vivía en este país le mandó información.

Leyó sobre la difícil vida del médico japonés, su tenaz batalla contra la fiebre amarilla, y se hizo la luz. “Hideyo Noguchi tiene que ser el nombre del colegio”, se dijo.

¿Por qué?

“La juventud va a aprender que no se consiguen las cosas fácilmente,que la tienen que luchar”, explica.  

La sensei decidió hacer de Noguchi un modelo para sus futuros alumnos. Un héroe, pero no esos de ficción, inmaculados y lustrosos, sino uno real, con claroscuros, con defectos que lo humanizaban. 

Un verso del poeta español Antonio Machado, “se hace camino al andar”, fue otro de sus faros.

La inauguración del Hideyo Noguchi fue especial para la sensei porque a ella asistieron sus padres. “Ellos no creían en mí”, recuerda con un poco de pena. Pero allí estaban ambos, orgullosos de su hija, de cómo había transformado un sueño en un colegio erigido desde los pies hasta la cabeza por ella.

Durante una ceremonia en el colegio Hideyo Noguchi. (Foto: archivo personal)


“LOS BUENOS DE LA PELÍCULA”

La escuela Hideyo Noguchi funcionó más de 30 años, hasta la pandemia. Además de inculcar en sus alumnos la idea de que para alcanzar las metas hay que trabajar duro (los frutos no caen del cielo), se preocupó por su formación moral, para que no fueran necesariamente los primeros, sino “los buenos de la película”.

Con alumnos del colegio Hideyo Noguchi en 2017. (Foto: archivo personal)

Ser buena persona implicaba, entre otras cosas, la unidad y el compañerismo (“ayudarse unos a otros estén donde estén”). 

El orden y la limpieza eran sustanciales. Como en Japón, los alumnos limpiaban las aulas, tenían que dejarlas tal como las habían encontrado. En la hora del almuerzo, ellos servían la comida.

“Todo con amor, nada por la fuerza”, era un lema que también guiaba al colegio para que los alumnos “hicieran las cosas con gusto”.

En Hideyo Noguchi la docencia tenía un fuerte componente práctico. Te enseñaban materias que te servirían en la vida más adelante —en línea con la demanda del mercado laboral de la época y tu entorno—, como taquigrafía, mecanografía, zapatería, etc.

También priorizó el arte (música, pintura, etc.). Y aunque fomentaba la cultura japonesa entre sus alumnos, estos no crecían en una burbuja nipona, pues en paralelo cultivaban el folclore peruano.

La conciencia social era otra asignatura relevante. Los estudiantes viajaban a provincias llevando ayuda a personas con carencias materiales y para que conocieran el Perú más allá de Lima, una experiencia que podría ser valiosa para su futuro laboral.

También se llevaba a delegaciones del colegio a Japón, para que los estudiantes experimentaran en carne propia el bagaje teórico (cultura y costumbres japonesas) adquirido en las clases.

A manera de balance, la sensei subraya: los planes de estudio cambian, incluso la tecnología (que se renueva constantemente), pero la formación humana se mantiene.

DESCUBRIENDO A LOS NIKKEI

“Soy chalaca de corazón”, dice Juana Miyashiro. Nació en Huaral, al norte de Lima, pero se crio en Callao, hogar de muchas familias japonesas. 

En Callao se integró a la numerosa comunidad de origen japonés. Descubrió que era un colectivo unido, pero también que había rivalidad entre los okinawenses y los issei del resto de Japón, así como el arraigo de una antigua práctica: los matrimonios concertados entre los padres japoneses para casar a sus hijos nisei.

Juana fue parte de Juventud unida, un grupo integrado por escolares nisei que hacía labor humanitaria (llevaron ayuda a las víctimas de un huaico) y actividades sociales y culturales (paseos, día de la madre, charlas de orientación vocacional, etc.).

Fue su primera incursión en una institución nikkei. Más adelante fue miembro de organizaciones como la Asociación Nisei Callao y la Asociación Universitaria Nisei del Perú.

En aquellos tiempos, recuerda, los nisei solían ser los mejores estudiantes en los colegios nacionales. Los issei “no eran amorosos”, pero inyectaron en sus hijos la cultura del esfuerzo y el apego familiar.

Y aunque en su casa el nihongo fue relegado tras la guerra, se mantuvieron las costumbres y la comida japonesa. En particular, el sentimiento uchinanchu ha permeado en varias generaciones de su familia. Su hija Neyde, también profesora, es un buen ejemplo de ello.

20.000 GRACIAS 

“Ustedes agradezcan 20.000 veces”, solía decirles la sensei a sus alumnos para sembrar la gratitud en ellos, un valor que Juana Miyashiro practica.

“La vida ha sido muy gratificante conmigo, siempre doy gracias”, añade. Sonríe con sobriedad, un sello de su personalidad, y un brillo en los ojos que irradia una mezcla de paz interior, alegría y nostalgia.

Además del reconocimiento de sus antiguos alumnos (“es un premio que uno recibe”), siente gratitud por los “excelentes maestros” que la han acompañado a lo largo de su trayectoria, a las empresas y personas que con sus donativos u otros aportes contribuyeron al funcionamiento de su colegio, al programa Pana Usa que becó a casi 700 estudiantes, a los medios de comunicación de la colectividad que siempre le tendieron una mano, así como de manera especial a su esposo.

No puede faltar en su lista Fukushima ken, tierra natal de Hideyo Noguchi (dicho sea de paso, que el colegio haya contribuido a que el médico japonés sea más conocido en Perú es un motivo de satisfacción para ella).

En sus más de tres décadas de historia, tres gobernadores de Fukushima visitaron la escuela; además, el colegio ocupa una vitrina en un museo de la prefectura japonesa.

El agradecimiento se extiende “a la patria, al Perú, que acogió a nuestros padres”, y por último, “mi eterna gratitud y admiración a los issei que nos enseñaron a amar al Perú y formaron una sólida y prestigiosa comunidad que nos enorgullece”.

 

© 2024 Enrique Higa Sakuda

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Acerca del Autor

Enrique Higa es peruano sansei (tercera generación o nieto de japoneses), periodista y corresponsal en Lima de International Press, semanario que se publica en Japón en idioma español.

Última actualización en agosto de 2009

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