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Comida china

Mi padre llegó desde Oriente a Argentina, en la primera década del siglo XX.

En esos tiempos, Japón no se destacaba como la potencia mundial que es ahora. Él era un inmigrante pobre, huyendo de un país en guerra permanente, expansionista, dominado por los señores feudales que ignoraban a las clases bajas. Será por eso que se enamoró tan espontáneamente de nuestro país, tan generoso y, aún en esas épocas, tan abierto a la inmigración. 

Cuando mi padre se casó con mi madre, descendiente de italianos, ambos aportaron a nuestras comidas cotidianas sus propios sabores. No había pastas más ricas que las que amasaba mi mamá, no había sukiyaki más exquisito que el que preparaba mi papá. Sin embargo, cuando él se refería a “su patria” siempre pensaba en Argentina, su tierra de adopción. Era un sentimiento profundo, impregnado de gratitud y respeto hacia este territorio, a su generosa naturaleza que se brinda exultante sin pedir nada a cambio.

Reconozco que hablaba muy poco de aquella otra patria, que había dejado atrás, quizás porque la guerra, las devastadoras bombas atómicas deben haberlo conmocionado tanto que prefería no hacer ningún comentario al respecto. Ni siquiera tenía observaciones negativas para los enemigos principales de esa contienda, nuestros vecinos norteamericanos. Tan solo no veía sus películas, con el pretexto de que debía aprender nuestra lengua. Iba al cine a ver exclusivamente largometrajes argentinos, así se hizo admirador de Lolita Torres, Luis Sandrini y tantos otros personajes de nuestro celuloide.

Sin embargo había un rencor en su corazón que no podía ocultar, su absoluta aversión hacia los ciudadanos chinos. Supongo que traía a su memoria, viejas controversias territoriales. Solía pedirnos que nos cuidáramos de ellos, a quienes catalogaba de embaucadores, falsos y poco higiénicos.

Nosotros heredamos los rasgos orientales de mi padre, tenemos pocas características físicas de mi madre. Nuestros compatriotas argentinos simplificaban esta compleja mezcla de razas llamándonos “chinos”. Era el insulto más humillante que podíamos recibir, mi familia no podía comprender cómo se producía semejante confusión.

Para mi padre, un japonés no se parecía en absoluto a un chino, cosa que yo no he comprobado jamás. Mis hermanas, tratando de explicar esta incómoda situación, decían que los que nos llamaban así lo hacían solo para molestarnos.

En cambio, yo estaba convencida de que la confusión procedía por no existir ninguna diferencia en nuestros rasgos y eso era todo. En esa época no había una inmigración china tan importante en nuestro país como ocurre ahora, pero para no correr riesgos nunca nos acercábamos a ninguna persona con rasgos semejantes a los nuestros, evitando así sorpresas desagradables.

Tanto había recalcado mi padre sobre la capacidad que tenían los chinos de hacer maldades que me infundió un profundo temor hacia sus personas. Cuando yo apenas estaba por cumplir mis nueve años, mi padre falleció.

Mi madre nos sumergió en un aislamiento de silencio y sombras del que ella nunca se pudo recuperar. Ni siquiera nos permitía escuchar música ligera y decidió por propia voluntad no salir más de casa, salvo en ocasiones especiales.

Pero como la vida continúa, al cabo de un par de años mis hermanas se enamoraron y se casaron. Una de ellas había contraído enlace con un japonés amante de la gastronomía, que luego de trabajar en una tintorería como lo hacían todos los recién llegados de esta colectividad, decidió abrirse camino en lo que más le gustaba.

Consiguió un empleo de ayudante de cocina en un elegante restaurante de un barrio de Belgrano. Estaba encantado, realmente disfrutaba de las tareas, pues además aprendía infinidad de cosas que le parecían muy interesantes. ¡Cuán grande fue mi sorpresa al descubrir que se trataba de un local de comida china!

Absolutamente conmocionada por la novedad, pregunté si él no corría peligro, a lo que todos me respondieron riendo, por ser un comentario tan absurdo. El tiempo había pasado y las advertencias de mi padre habían quedado en el olvido, aunque no era ese mi caso. Ya hacía un año que mi cuñado trabajaba en ese lugar cuando vino a contarnos que la familia Lang, creo que así se llamaban, nos invitaba a almorzar allí un domingo. Querían festejar el éxito comercial que habían tenido, lo que les daba la posibilidad de poner otra sucursal en corto plazo. En esa época no existían tantos restaurantes chinos, por lo que los pocos que había eran muy costosos y elegantes.

Por supuesto mi madre se excusó, no sin antes darnos un sinfín de recomendaciones respecto a nuestro comportamiento en ese almuerzo. Agradecer infinidad de veces la comida, alabar siempre a los dueños de casa aún cuando los platos no nos gustasen. Vestidos con nuestra mejor ropa, y entusiasmados ante la idea de comer en otro lugar que no fuese la casa de un familiar, salimos todos contentos a disfrutar ese almuerzo.

Ya en la puerta del local, no pude evitar que una sensación de temor me invadiera y por precaución cedí el paso a los mayores. Fui la última en entrar, quería ver cómo saludaba mi familia a nuestro enemigo.

Sin embargo, todo se desarrolló en perfecta armonía, nos recibió la señora Lang muy sonriente y elegante, con su cabello brillante y peinado con un encantador rodete sostenido por una hermosa hebilla dorada. Recuerdo que me impactó mucho el esplendor del salón, con sus lámparas de papel, los adornos floridos y una musiquita un tanto monótona que daba un toque de alegría al lugar. Nos sentamos en una gran mesa circular, en el medio había otra mesita también redonda que giraba, sobre la cual había infinidad de platos de comida. Enseguida, vino un mozo, también chino y muy amable, que nos indicó que podíamos tomar el que nos gustase y todos los que deseáramos.

Esperé con paciencia que los demás empezaran a comer, no podía despojarme de las advertencias de mi padre. Casi una hora después de observar cómo todos devoraban los tentadores manjares que circulaban por la mesa, y habiendo comprobado que mis familiares seguían gozando de buena salud, al fin me atreví a probar… Reconocí la salsa de soja como elemento primordial de esa comida, semejante a la que servían en mi casa. Muchas exquisiteces y sabores me parecieron casi idénticos a los nuestros, acompañados por el mismo arroz blanco sin condimento alguno. Esa fue mi primera experiencia con la comida china.

Luego, la familia Lang vino hacia la mesa, a sentarse con nosotros pues el restaurante ya había cerrado sus puertas al público. Al contemplarnos, comprendí que solo éramos como esos viejos amigos que en ocasiones especiales comparten la mesa. Salvo por la vestimenta, pues los chinos lucían colores mucho más llamativos en su vestimenta, todos nos parecíamos bastante y hasta nos reíamos de las mismas cosas.

Como tantos otros seres humanos nos habíamos reencontrado en este lejano lugar del mundo, más allá de nuestros ancestros pero tratando de vivir, definitivamente en paz.

 

© 2018 Marta Marenco

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Sobre esta serie

Las historias en la serie Crónicas Nikkei han explorado las diversas maneras en que los nikkei expresan su cultura única, ya sea a través de la comida, el idioma, la familia o la tradición. En esta oportunidad, estamos ahondando más a fondo, ¡hasta llegar a nuestras raíces!

Les pedimos historias desde mayo hasta septiembre de 2018. Todas las 35 historias (22 en inglés, 1 en japonés, 8 en español y 4 en portugués) que recibimos desde Argentina, Brasil, Canadá, Cuba, Japón, México, Perú y los Estados Unidos. 

En esta serie, le pedimos a nuestros Nima-kai votar por sus historias favoritas y a nuestro Comité Editorial elegir sus favoritas. En total, cuatro historias favoritas fueron elegidas.

Aquí estás las historias favoritas elegidas.

  Editorial Committee’s Selections:

  La elegida por Nima-Kai:

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Acerca del Autor

Marta Marenco nació hace setenta años. Cuando estaba a punto de cumplir los nueve años, falleció su padre. Su madre, Esther, era descendiente de genoveses. Marta y sus hermanos viven al norte de Argentina, siendo ella la menor de todos. Habían emigrado a Buenos Aires para insertarse en el campo laboral. Aquí formaron sus familias. Con su esposo, un veterinario argentino, Marta tiene dos extraordinarios hijos que viven en México. Actualmente, Marta y su esposo se encuentran disfrutando de su jubilación.

Última actualización en septiembre de 2015

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