Un asistente condujo a George Tanaka a la estación de enfermeras. Sus ojos estaban cabizbajos, su rostro pálido y arrastraba los pies mientras caminaba por el pasillo. Se ve mucho más viejo que sus cuarenta y seis años, pensé yo. De acuerdo a su historial clínico, George había sido herido gravemente en 1944, cuando una bomba explotó cerca del asiento de su compañía en alguna parte de Italia y ahora él tiene una placa de acero en su cráneo.
Era setiembre de 1968 y yo recién había ingresado al programa de dos años de la Escuela de Asistencia Social de la Universidad de California en Berkeley. Como interna de asistencia social psiquiátrica, mi primer puesto fue en el Hospital de Atención para Veteranos de Menlo Park. Mi supervisora, la señorita Thompson, me asignó a George como mi primer paciente, diciéndome: “Él ha estado en el cuartel posterior por veinticinco años, no habla, no hace nada. Mientras sus padres estaban vivos, la familia venía de visita y después de eso una de sus hermanas venía ocasionalmente hasta unos años atrás. Ahora no viene nadie. Ve qué puedes hacer con él”.
¿Qué podía hacer con él? Yo fui asignada a un hombre que no hablaba, no hacía contacto visual y que parecía no saber qué significaba “arriba”. Yo estaba perpleja, pero tenía que hacer algo. Así es que decidí solo sentarme con él y ver si algo sucedía. Él se sentó en una banca y yo me senté junto a él, tratando de hacer alguna conversación y no obtuve ni una señal de reconocimiento. Entonces, probé el silencio, sentándome calladamente con él, esperando establecer una conexión no verbal de algún tipo. Pero, nada parecía cambiar.
Durante una sesión subsiguiente, recordé haber oído que algunas personas revertían a su primer lenguaje cuando tenían problemas mentales o daño cerebral. Pensé que podría tratar de llegar a George a través de su primera lengua. La mayor parte de los nisei aprenden japonés de sus padres y el inglés cuando entran a la escuela primaria.
Yo empecé con “kohi koshii?” (¿Quiere café?) , “arukitai?” (¿Caminamos?) . Yo lo decía todo con las palabras simples del japonés de mi niñez y repetía las mismas preguntas en inglés. Él no dio ninguna respuesta evidente a mi nuevo acercamiento, pero sí me aceptó el café y me siguió mientras yo guiaba nuestra caminata. Después de eso, él empezó a esperarme en la estación de enfermeras para nuestros encuentros. Pasaron varias semanas y estaba empezando a desalentarme ya que no veía un mayor progreso en George. Como una novata trabajadora social, temí que esperaba demasiado de un hombre con escasa actividad y desatendido por mucho tiempo.
Un día, llevé de casa algunas sobras de sushi, pensando que George podría disfrutar el sabor de algo familiar de su niñez. Cuando yo era niña, las familias japonesas siempre hacían sushi para las festividades y ocasiones especiales, y yo estaba segura de que George tenía experiencias de comida similares. Retiré la cubierta de plástico del plato de sushi y lo sostuve debajo de su nariz para que percibiera el dulce, penetrante aroma de los rolls. Él inmediatamente agarró uno y se lo llevó a la boca, luego otro y otro hasta que se acabaron. Había engullido todo en cuestión de minutos. Luego noté algo extraño. Para mi asombro, afloraron lágrimas en sus ojos y lentamente resbalaron por sus mejillas. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Estaba recordando? Yo no podía estar segura por qué él todavía no hablaba. Pero en mucho esto era cierto: él había vuelto a la vida repentinamente. Para celebrar y reforzar su retorno, después de eso, yo le llevaba frecuentemente sushi.
Además de nuestros encuentros semanales, George empezó a asistir a clases de socialización, donde pronto aprendió a seguir instrucciones sencillas, a cuidar de sus necesidades corporales y mejorar en su capacidad general. Ahora él parecía más alto; dejó un poco el arrastrar los pies al caminar y algunas veces incluso sonreía. Pero aún no hablaba. Yo nunca encontré los registros médicos sobre la extensión de su daño cerebral, pero creo que debe haber sido destruido el área del habla de su cerebro cuando fue herido.
Meses después, George dejó el hospital para vivir en un hogar de grupo con supervisión. No estoy segura de qué es lo que disparó la “milagrosa” vuelta a la vida de George, pero yo atribuyo gran parte de este éxito a la deliciosa seducción del sushi.
* Nota de la autora: “He cambiado el nombre del paciente para proteger su privacidad”.
© 2012 Jean Oda Moy