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El primer cumpleaños de V

La primera vez que fui a Japón fue para salvar a mi hija V. Ella tenía pocos meses y había nacido con un tumor, pero nadie en Buenos Aires quería operarla. Entonces Aki, mi marido, llamó a su hermano, que es cirujano en Okinawa.

Todo sucedió en dos semanas. Mi cuñado conocía a un tal Hasegawa sensei. Teníamos que viajar lo antes posible. Después de 40horas de viaje, Aki, mi hijo M., mi hija V. y yo llegamos a Tokio. Ya era sábado, algo que no habíamos calculado. Ahí estaba mi cuñado para recibirnos y contarnos que el hospital, el Gan Center, no podría darnos el ingreso, que teníamos que esperar hasta el lunes. Nos llevó al hotel, a un cuarto preparado con una cuna especial, suero y otras cosas que sólo se ven en los hospitales. Mi cuñado se había encargado de todo.

No me separé de mi bebé y apenas dormí en esos dos días. Mientras vigilaba la respiración de mi hija no podía dejar de pensar en la casa de mis padres, en Concepción del Uruguay. Ahí nací, en la calle Alberdi, junto a la tintorería. La casa tenía un patio largo que algunos miércoles se llenaba de comida. Papá y mamá cocinaban durante dos días para llenar cajas y cajas con milanesas, papas y batatas al horno,  gojan con yasai-itame y tempura de pescado de rio. La primera vez pensé que tendríamos una fiesta o algo así, pero no. Papá me explicó que toda esa comida era para la gente del tren. Durante algunos años, los días miércoles pasaba un tren por la estación de Concepción del Uruguay. Un tren lleno de personas que iban a instalarse en Misiones. Muchos venían de Japón. El viaje hasta Misiones es largo, me explicó papá.

El lunes fuimos al Gan Center y conocimos a Hasegawa sensei, al día siguiente mi hija entró a la sala de operaciones. La operación duró varias horas. Mi hijo de apenas dos años había soportado con gran compostura el tedio del viaje, los días de encierro en el hotel, la ansiedad y el terror de sus padres, pero ahora no había forma de calmarlo. Lloraba por los tres. Después de unas horas, el mismo agotamiento logró dormirlo y por un rato sólo hubo el silencio de nuestros pasos sobre las baldosas. Entonces, Hasegawa sensei salió de la sala de operaciones, con la jofaina y los guantes puestos. Vi sus ojos, me cubrí la boca y me alejé de él. Me senté antes de que mis piernas cedieran. Aki habló largo rato con Hassegawa sensei. Al fin se acercó y empezó a mover su boca. V.  está bien, entendí al fin. Escúchame. Tu hija está bien. Está bien pero tienen que volver a operarla, encontraron otro tumor.

Aquella misma noche me instalé en el hospital. Nos habían asignado un cuarto en el piso de extranjeros; teníamos que esperar veinte días para la segunda intervención. Se hizo de noche y Aki volvió con M. al hotel. Miré la cuna, que era grande, hecha de acrílico y acero. De la pared salían cables que iban a unos aparatos, de los aparatos otros cables y tubos que iban hacia mi hija. V. se veía diminuta. Ocupaba una fracción del colchón y era difícil de entender cómo todo aquello iba a su cuerpo. Traté de dormir, pero era imposible. Cada vez que cerraba los ojos volvía a abrirlos para asegurarme de que V. respiraba. Me levanté y, con cuidado de no mover nada, subí a la cuna. Me acurruqué junto a mi hija y cerré los ojos.

Un miércoles en Concepción volví de la escuela a mi casa. En el patio, de donde aquella mañana se habían llevado el cargamento de comida, estaba reunida mi familia junto a una pareja de japoneses. A excepción de papá y mamá, eran los primeros japoneses que veía en mi vida. Mamá me interceptó camino a mi cuarto. Está ocupado, dijo. ¿Por quién?, quise saber. El hijo de los señores T., dijo, hizo un gesto hacia la pareja y me hizo una seña para que hiciera silencio. A través de la puerta entreabierta distinguí la figura del doctor G., conocido de la familia, junto a un niño que estaba acostado en mi cama.

A la mañana siguiente me despertó el sonido de la puerta. Una enfermera se asomaba a nuestro cuarto y yo seguía en la cuna. Con cuidado me incorporé mientras la enfermera volvía a cerrar a puerta y esperaba en el pasillo. Esquivé los cables y me senté en el sillón.

Al rato llegó Aki con M. Hasegawa sensei vino al mediodía. Envuelto en un pañuelo, traía su bento. ¿Puedo comer con ustedes?, dijo. Durante aquel almuerzo, apenas cruzamos palabra. Comimos todos sentados alrededor de una mesa diminuta, compartimos las gaseosas que Aki había comprado y Hasegawa sensei insistió en que probáramos la comida de su esposa.

Aquel miércoles en Concepción del Uruguay compartimos un almuerzo con los señores T., mientras esperábamos que el doctor G. saliera de mi cuarto. Papá los había conocido en la estación de tren, cuando pedían ayuda para su hijo. Nunca supimos qué enfermedad tuvo pero era una grave. Papá, con la promesa de que él pagaría el pasaje a Misiones de la semana siguiente, logró que bajaran sus pertenencias del tren y que lo acompañaran a nuestra casa. Cuando al fin el doctor salió al patio quiso hablar a solas con papá.

Esta vez, Hasegawa sensei fue quien me despertó en la cuna. Otra vez tuve que salir con mucho cuidado, entre los cables y la somnolencia. Revisó a mi hija, hizo sus anotaciones y se acercó a donde yo estaba sentada. No se preocupe, señora, dijo en inglés, su hija va a estar bien. Las mujeres son fuertes, dijo y sonrió.

Después de veinte días de vivir en el noveno piso del hospital Gan Center de Tokyo, después de escuchar susurros en decenas de idiomas, después de gestos imperceptibles de aliento que se cruzaban en ese pasillo silencioso, gestos que se comprendían a la perfección sin importar el país de origen, mi hija fue intervenida por segunda vez.

Un día que me tocaba atender en la tintorería, muchos años después de aquel miércoles de mi niñez, un hombre y una mujer entraron al local. Eran japoneses aunque hablaban bastante bien el castellano. El hombre preguntó por papá. Aquella pareja eran los T.  Nos contaron que el niño que había dormido en mi cama no había sobrevivido, pero que no olvidaban lo que papá había hecho por ellos, que el gesto de papá mantenía vivo el recuerdo de su primogénito en sus corazones. Se quedaron apenas unos minutos, lo suficiente para tomar un té y dejar los presentes que habían traído.

El 24 de noviembre de 1973, una semana después de la segunda operación realizada con éxito, mi hija V. cumplió un año y celebramos en su cuarto del hospital. Compramos torta, globos y adornos. Hasegawa sensei pasó unos momentos antes de que prendiéramos la velita. Nos dejó una caja. Es algo que preparó mi mujer, nos explicó, es ropa que usaba mi hija pero ahora ya creció demasiado. En la caja, dos kimono diminutos que todavía guardo en el armario de mi casa. M., sentado junto a su hermana, apagó la velita de la torta y todos aplaudimos.

 

© 2015 Regina Arakaki & Maximiliano Matayoshi

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Sobre esta serie

Los roles y las tradiciones de la familia nikkei son únicos porque han evolucionado a través de muchas generaciones, basados en varias experiencias sociales, políticas, y culturales del país del que ellos migraron.

Descubra a los Nikkei ha reunido historias de todo el mundo relacionadas con el tema de la familia nikkei, que incluyen historias que cuentan la manera cómo tu familia ha influido en la persona que eres y que nos permiten entender tus puntos de vista sobre lo que es la familia. Esta serie presenta estas historias.

Para esta serie, hemos pedido a nuestros Nima-kai que voten por sus historias favoritas y a nuestro comité editorial que escoja sus favoritas.

Aquí estás las historias favoritas elegidas.

  Las elegidas del Comité Editorial:

  La elegida por Nima-Kai:

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Acerca del Autor

Regina Arakaki, nacida en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Argentina en 1942. Hija de inmigrantes de Okinawa. Licenciada en Farmacia y Bioquímica. Madre de cuatro hijos. Actualmente vive en Buenos Aires.

Última actualización en octubre de 2015


Matayoshi Maximiliano, nacido en Buenos Aires, Argentina en 1979, en familia nikkei. Escritor y fotógrafo. Autor de la novela Gaijin (Alfaguara 2003). Actualmente vive en Buenos Aires.

Última actualización en octubre de 2015

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